El Caballero de los espejos

CAPÍTULO XII
De la estraña aventura que le sucedió al valerosoI don Quijote con el bravo Caballero de los Espejos

La noche que siguió al día del rencuentro de la Muerte la pasaron don Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos árboles, habiendo, a persuasión de Sancho, comido don Quijote de lo que venía en el repuesto del rucio, y entre la cena dijo Sancho a su señor1:
—Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si hubiera escogido en albricias los despojos de la primera aventura que vuestra merced acabara, antes que las crías de las tres yeguas! En efecto, en efecto2, más vale pájaro en mano que buitre volando.
—Todavía3 —respondió don Quijote—, si tú, SanchoII, me dejaras acometer, como yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al redropelo y te las pusiera en las manos4.
—Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes5 —respondió Sancho Panza— fueron de oro puro, sino de oropel o hoja de lata.
—Así es verdad —replicó don Quijote—, porque no fuera acertado que los atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo es la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola en tu gracia6, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los que las componen7, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la república, poniéndonos un espejo a cada pasoIII delante, donde se veen al vivo las acciones de la vida humana8, y ninguna comparación hay que más al vivo nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los comediantes; si no, dime: ¿no has visto tú representar alguna comedia adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, este el mercader, aquel el soldado, otro el simple discreto9, otro el enamorado simple; y acabada la comedia y desnudándoseIV de los vestidos della, quedan todos los recitantes iguales.
—Sí he visto —respondió Sancho.
—Pues lo mesmo —dijo don Quijote— acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura10.
—Brava comparación —dijo Sancho—, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas se mezclan, juntan y barajan11, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
—Cada día, Sancho —dijo don Quijote—, te vas haciendo menos simple y más discreto.
—Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced —respondió Sancho—, que las tierras que de suyo son estériles y secas, estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos. Quiero decir que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha que le sirvo y comunico12; y con esto espero de dar frutos de mí que sean de bendición, tales que no desdigan ni deslicen de los senderos de la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío13.
Rióse don Quijote de las afectadas razones de Sancho14, y parecióle ser verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de manera que le admiraba, puesto que todas o las más veces que Sancho quería hablar de oposición y a lo cortesano15 acababa su razón con despeñarse del monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que él se mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no viniesen a pelo de lo que trataba16, como se habrá visto y se habrá notado en el discurso desta historia.
En estas y en otras pláticas se les pasó gran parte de la noche, y a Sancho le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos17, como él decía cuando quería dormir, y, desaliñando al rucio18, le dio pasto abundoso y libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento de su señor que, en el tiempo que anduviesen en campaña o no durmiesen debajo de techadoV, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza establecida y guardada de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzón de la silla; pero quitar la silla al caballo, ¡guarda19! Y así lo hizo Sancho, y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de Rocinante fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos, que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della, mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su prosupuesto20 y escribe que así como las dos bestias se juntaban, acudían a rascarse el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra parte más de media vara) y, mirando los dos atentamente al suelo, se solían estar de aquella manera tres días, a lo menos todo el tiempo que les dejaban o no les compelía la hambre a buscar sustento. Digo que dicen que dejó el autor escrito que los había comparado en la amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes21; y si esto es así, se podía echar de ver, para universal admiración, cuán firme debió ser la amistad destos dos pacíficos animales, y para confusión de los hombres, que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros. Por esto se dijo:
No hay amigo para amigo:
las cañas se vuelven lanzas22;
y el otro que cantó:
De amigo a amigo, la chinche, etc.23
Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en haber comparado la amistad destos animales a la de los hombres, que de las bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y aprendido muchas cosas de importanciaVI, como son, de las cigüeñas, el cristel; de los perros, el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad, y la lealtad, del caballo24.
Finalmente Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote, dormitando al de una robustaVII encina25; pero poco espacio de tiempo había pasado, cuando le despertó un ruido que sintió a sus espaldas, y, levantándose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde el ruido procedía, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose derribar de la silla, dijo al otro:
—Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos, que a mi parecer este sitio abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han menester mis amorosos pensamientos26.
El decir esto y el tenderse en el suelo todoVIII fue a un mesmo tiempo, y al arrojarse hicieron ruido las armas de que venía armado, manifiesta señal por donde conoció don Quijote que debía de ser caballero andante; y llegándose a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño trabajo le volvió en su acuerdo27 y con voz baja le dijo:
—Hermano Sancho, aventura tenemos.
—Dios nos la dé buena —respondió Sancho—. ¿Y adónde está, señor mío, su merced de esa señora aventura?
—¿Adónde, Sancho? —replicó don Quijote—. Vuelve los ojos y mira, y verás allí tendido un andante caballero, que, a lo que a mí se me trasluce, no debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del caballo28 y tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le crujieron las armas.
—Pues ¿en qué halla vuesa merced —dijo Sancho— que esta sea aventura?
—No quiero yo decir —respondió don Quijote— que esta sea aventura del todo, sino principio della, que por aquí se comienzan las aventuras. Pero escucha, que a lo que parece templando está un laúd o vigüela29, y, según escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse para cantar algo.
—A buena fe que es así —respondió Sancho— y que debe de ser caballero enamorado.
—No hay ninguno de los andantes que no lo sea —dijo don Quijote—. Y escuchémosle, que por el hilo sacaremos el ovillo de sus pensamientos, si es que canta, que de la abundancia del corazón habla la lengua30.
Replicar quería Sancho a su amo, pero la voz del Caballero del Bosque31, que no era muy mala ni muy buena, lo estorbó, y estando los dos atónitosIX32, oyeron que lo que cantó fue este
                     SONETO33
—Dadme, señora, un término que siga34,
conforme a vuestra voluntad cortado35,
que será de la mía así estimado,
que por jamás un punto dél desdiga36.
Si gustáis que callando mi fatiga
muera, contadme ya por acabado;
si queréis que os la cuente en desusado
modo, haré que el mesmo amor la diga.
A prueba de contrarios estoy hecho,
de blanda cera y de diamante duro,
y a las leyes de amor el alma ajustoX.
Blando cual es o fuerte, ofrezco el pecho:
entallad oXI imprimid lo que os dé gusto37,
que de guardarlo eternamente juro.
Con un ¡ay! arrancado, al parecer, de lo íntimo de su corazón, dio fin a su canto el Caballero del Bosque, y de allí a un poco, con voz doliente y lastimada, dijo:
—¡Oh la más hermosa y la más ingrata mujer del orbe! ¿Cómo que será posible, serenísima Casildea de Vandalia, que has de consentir que se consuma y acabe en continuas peregrinaciones y en ásperos y duros trabajos este tu cautivo caballero? ¿No basta ya que he hecho que te confiesen por la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los leoneses, todos los tartesios38, todos los castellanos y finalmente todos los caballeros de la Mancha?
—Eso no —dijo a esta sazón don Quijote—, que yo soy de la Mancha y nunca tal he confesado, ni podía ni debía confesar una cosa tan perjudicial a la belleza de mi señora; y este tal caballero ya vees tú, Sancho, que desvaría. Pero escuchemos: quizá se declarará más.
—Sí hará —replicó Sancho—, que término lleva de quejarse un mes arreo39.
Pero no fue así, porque habiendo entreoído el Caballero del Bosque que hablaban cerca dél, sin pasar adelante en su lamentación, se puso en pie y dijo con voz sonora y comedida:
—¿Quién va allá? ¿Qué gente40? ¿Es por ventura de la del número de los contentos, o la del de losXII afligidos41?
—De los afligidos —respondió don Quijote.
—Pues llégueseXIII a mí —respondió el del Bosque— y hará cuenta que se llega a la mesma tristeza y a la aflición mesma42.
Don Quijote, que se vio responder tan tierna y comedidamente, se llegó a él, y Sancho ni más ni menos.
El caballero lamentador asió a don Quijote del brazo, diciendo:
—Sentaos aquí, señor caballero, que para entender que lo sois, y de los que profesan la andante caballería, bástame el haberos hallado en este lugar, donde la soledad y el sereno os hacen compañía43, naturales lechos y propias estancias de los caballeros andantes.
A lo que respondió don Quijote:
—Caballero soy, y de la profesión que decís; y aunque en mi alma tienen su propio asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso se ha ahuyentado della la compasión que tengo de las ajenas desdichas. De lo que cantastesXIV poco ha colegí que las vuestras son enamoradas, quiero decir, del amor que tenéis a aquella hermosa ingrata que en vuestras lamentaciones nombrastes.
Ya cuando esto pasaban estaban sentados juntos sobre la dura tierra44, en buena paz y compañía, como si al romper del día no se hubieran de romper las cabezas45.
—¿Por ventura, señor caballero —preguntó el del Bosque a don Quijote—, sois enamoradoXV?
—Por desventura lo soy —respondió don Quijote—, aunque los daños que nacen de los bien colocados pensamientos antes se deben tener por gracias que por desdichas46.
—Así es la verdad —replicó el del Bosque—, si no nos turbasen la razón y el entendimiento los desdenes, que, siendo muchos, parecen venganzas.
—Nunca fui desdeñado de mi señora —respondió don Quijote.
—No, por cierto —dijo Sancho, que allí junto estaba—, porque es mi señora como una borrega mansa: es más blanda que una manteca.
—¿Es vuestro escudero este? —preguntó el del Bosque.
—Sí es —respondió don Quijote.
—Nunca he visto yo escudero —replicó el del Bosque— que se atreva a hablar donde habla su señor; a lo menos, ahí está ese mío, que es tan grande como su padre, y no se probará que haya desplegado el labio donde yo hablo47.
—Pues a fe —dijo Sancho— que he hablado yo, y puedo hablar delante de otro tan... Y aun quédese aquí, que es peor meneallo.
El escudero del Bosque asió por el brazo a Sancho, diciéndole:
—Vámonos los dos donde podamos hablar escuderilmente todo cuanto quisiéremos, y dejemos a estos señores amos nuestros que se den de las astas48, contándose las historias de sus amores, que a buen seguro que les ha de coger el día en ellas y no las han de haber acabado.
—Sea en buenaXVI hora —dijo Sancho—, y yo le diré a vuestra merced quién soy, para que vea si puedo entrar en docena con los más hablantes escuderos49.
Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasó un tan gracioso coloquio como fue grave el que pasó entre sus señores.

CAPÍTULO XIIII
Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque

Entre muchas razones que pasaron don Quijote y el Caballero de la Selva, dice la historia que el del Bosque dijo a don Quijote:
—Finalmente1, señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o, por mejor decir, mi elección2, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de Vandalia. Llámola sin par porque no le tiene, así en la grandeza del cuerpo como en el estremo del estado y de la hermosura. Esta tal Casildea, pues, que voy contando, pagó mis buenos pensamientos y comedidos deseos con hacerme ocupar, como su madrina a Hércules3, en muchos y diversos peligros, prometiéndome al fin de cada uno que en el fin del otro llegaría el de mi esperanza; pero así se han ido eslabonando mis trabajos, que no tienen cuento, ni yo séI cuál ha de ser el último que dé principio al cumplimiento de mis buenos deseos. Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda4, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y sin mudarse de un lugar es la más movible y voltaria mujer del mundo5. Llegué, vila y vencíla6, y hícela estar queda y a raya7, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes8. Vez también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los valientes Toros de Guisando9, empresa más para encomendarse a ganapanes que a caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de Cabra10, peligro inaudito y temeroso y que le trujese particular relación de lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñéme en la sima y saqué a luz lo escondido de su abismo, y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus mandamientos y desdenes, vivos que vivos11. En resolución, últimamente me ha mandado que discurra por todas las provincias de España y haga confesar a todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la más aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el más valiente y el más bien enamorado caballero del orbe, en cuya demanda he andado ya la mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros que se han atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es de haber vencido en singular batalla a aquel tan famoso caballero don Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido a todos, y habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona,
y tanto el vencedor es más honrado
cuanto más el vencido es reputado12;
así que ya corren por mi cuenta y son mías las inumerables hazañas del ya referido don Quijote.
Admirado quedó don Quijote de oír al Caballero del Bosque, y estuvo mil veces por decirle que mentía, y ya tuvo el mentís en el pico de la lengua, pero reportóse lo mejor que pudo13, por hacerle confesar por su propia boca su mentira, y así, sosegadamente, le dijo:
—De que vuesa merced, señor caballero, haya vencido a los más caballeros andantes de España, y aun de todo el mundo, no digo nada; pero de que haya vencido a don Quijote de la Mancha, póngolo en duda. Podría ser que fuese otro que le pareciese, aunque hay pocos que le parezcan.
—¿Cómo no? —replicó el del Bosque—. Por el cielo que nos cubre que peleé con don Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos. Campea debajo del nombre del Caballero de la Triste Figura14 y trae por escudero a un labrador llamado Sancho Panza; oprime el lomo y rige el frenoII de un famoso caballo llamado Rocinante, y, finalmente, tiene por señora de su voluntad a una tal Dulcinea del Toboso, llamada un tiempo Aldonza Lorenzo: como la mía, que por llamarse Casilda y ser de la Andalucía, yo la llamo Casildea de Vandalia. Si todas estas señas no bastan para acreditar mi verdad, aquí está mi espada, que la hará dar crédito a la mesma incredulidadIII15.
—Sosegaos, señor caballero —dijo don Quijote—, y escuchad lo que decir os quieroIV. Habéis de saber que ese don Quijote que decís es el mayor amigo que en esteV mundo tengo, y tanto, que podré decir que le tengo en lugar de mi misma persona16, y que por las señas que dél me habéis dado, tan puntuales y ciertas, no puedo pensar sino que sea el mismo que habéis vencido. Por otra parte, veo con los ojos y toco con las manos no ser posible ser el mesmo, si ya no fuese que, como él tiene muchos enemigos encantadores, especialmente, uno que de ordinario le persigue, no haya alguno dellos tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama17 que sus altas caballerías le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto de la tierra; y para confirmación desto quiero también que sepáis que los tales encantadores sus contrarios no ha más de dos días que transformaron la figura y persona de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y baja, y desta manera habrán transformado a don Quijote. Y si todo esto no basta para enteraros en esta verdad que digo, aquí está el mesmo don Quijote, que la sustentará con sus armas a pie o a caballo o de cualquiera suerte que os agradare18.
Y diciendo esto se levantó en pie y se empuñó en la espada19, esperando qué resolución tomaría el Caballero del Bosque, el cual, con voz asimismo sosegada, respondió y dijo:
—Al buen pagador no le duelen prendas20: el que una vez, señor don Quijote, pudo venceros transformado, bien podrá tener esperanza de rendiros en vuestro propio ser. Mas porque no es bien que los caballeros hagan sus fechos de armas ascurasVI21, como los salteadores y rufianes, esperemos el día, para que el sol vea nuestras obras. Y ha de ser condición de nuestra batalla que el vencido ha de quedar a la voluntad del vencedor, para que haga dél todo lo que quisiere, con tal que sea decente a caballero lo que se le ordenare22.
—Soy más que contento desa condición y convenencia23 —respondió don Quijote.
Y en diciendo esto se fueron donde estaban sus escuderos, y los hallaron roncando y en laVII misma forma que estaban cuando les salteó el sueño24. Despertáronlos y mandáronles que tuviesen a punto los caballos, porque en saliendo el sol habían de hacer los dos una sangrienta, singular y desigual batalla, a cuyas nuevas quedó Sancho atónito y pasmado, temeroso de la salud de su amo, por las valentías que había oído decir del suyo al escudero del Bosque; pero, sin hablar palabra, se fueron los dos escuderos a buscar su ganado, que ya todos tres caballos y el rucio se habían olido y estaban todos juntos.
En el camino dijo el del Bosque a Sancho:
—Ha de saber, hermano, que tienen por costumbre los peleantes de la Andalucía, cuando son padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos mano sobre mano en tanto que sus ahijados riñenVIII. Dígolo porque esté advertido que mientras nuestros dueños riñerenIX nosotros también hemos de pelear y hacernos astillas25.
—Esa costumbre, señor escudero —respondió Sancho—, allá puede correr y pasar con los rufianes y peleantes que dice, pero con los escuderos de los caballeros andantes, ni por pienso. A lo menos yo no he oído decir a mi amo semejante costumbre, y sabe de memoria todas las ordenanzas de la andante caballería. Cuanto más que yo quiero que sea verdad26 y ordenanza expresa el pelear los escuderos en tanto que sus señores pelean, pero yo no quiero cumplirla, sino pagar la pena que estuviere puesta a los tales pacíficos escuderos, que yo aseguro que no pase de dos libras de cera27, y más quiero pagar las tales libras, que sé que me costarán menos que las hilas que podré gastar en curarme la cabeza, que ya me la cuento por partida y dividida en dos partes. Hay más, que me imposibilita el reñir el no tener espada, pues en mi vida me la puse28.
—Para eso sé yo un buen remedio —dijo el del BosqueX—: yo traigo aquíXI dos talegas de lienzo, de un mesmo tamaño; tomaréis vos la una, y yo la otra, y riñiremos a talegazos, con armas iguales.
—Desa manera, sea en buena hora —respondió Sancho—, porque antes servirá la tal pelea de despolvorearnos que de herirnos.
—No ha de ser así —replicó el otro—, porque se han de echar dentro de las talegas, porque no se las lleve el aire, media docena de guijarros lindos y pelados, que pesen tanto los unos como los otros, y desta manera nos podremosXII atalegar sin hacernos mal ni daño29.
—¡Mirad, cuerpo de mi padre —respondió Sancho—, qué martas cebollinas30 o qué copos de algodón cardado pone en las talegas, para no quedar molidos los cascos y hechos alheña los huesos31! Pero aunque se llenaran de capullos de seda, sepa, señor mío, que no he de pelear: peleen nuestros amos, y allá se lo hayan, y bebamos y vivamos nosotros32, que el tiempo tiene cuidado de quitarnos las vidas, sin que andemos buscando apetites para que se acaben antes de llegar su sazón y término33 y que se cayan de maduras.
—Con todo —replicó el del Bosque—, hemos de pelear siquiera media hora.
—Eso no —respondió Sancho—, no seré yo tan descortés ni tan desagradecido, que con quien he comido y he bebido trabe cuestión alguna por mínima que sea; cuanto más que estando sin cólera y sin enojo, ¿quién diablos se ha de amañar a reñir a secas34?
—Para eso —dijo el del Bosque— yo daré un suficiente remedio, y es que, antes que comencemos la pelea, yo me llegaré bonitamenteXIII a vuestra merced y le daré tres o cuatro bofetadas, que dé con él a mis pies35, con las cuales le haré despertar la cólera, aunque esté con más sueño que un lirón36.
—Contra ese corte sé yo otro37 —respondió Sancho— que no le va en zaga: cogeré yo un garrote, y antes que vuestra merced llegue a despertarme la cólera haré yo dormir a garrotazos de tal suerte la suya, que no despierte si no fuere en el otro mundo, en el cual se sabe que no soy yo hombre que me dejo manosear el rostro de nadie38. Y cada uno mire por el virote39, aunque lo más acertado sería dejar dormir su cólera a cada uno, que no sabe nadie el alma de nadie40, y tal suele venir por lana que vuelve tresquilado41, y Dios bendijo la paz y maldijo las riñas; porque si un gato acosado, encerrado y apretado se vuelve en león, yo, que soy hombre, Dios sabe en lo que podré volverme42, y, así, desde ahora intimo a vuestra merced, señor escudero, que corra por su cuenta todo el mal y daño que de nuestra pendencia resultare43.
—Está bien —replicó el del Bosque—. Amanecerá Dios y medraremosXIV44.
En estoXIV, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del Oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellasXV brotaban y llovían blanco y menudo aljófar45; los sauces destilaban maná sabroso46, reíanse las fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los prados con su venida. Mas apenas dio lugar la claridad del día para ver y diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos de Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande, que casi le hacía sombra a todo el cuerpo47. Cuéntase, en efecto, que era de demasiadaXVI grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que en viéndole Sancho comenzó a herir de pie y de mano, como niño con alferecía48, y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes que despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo.
Don Quijote miró a su contendor49 y hallóle ya puesta y calada la celada, de modo que no le pudo ver el rostro, pero notó que era hombre membrudo y no muy alto de cuerpo. Sobre las armas traía una sobrevistaXVII o casaca50 de una tela al parecer de oro finísimo, sembradas por ella muchas lunas pequeñas de resplandecientes espejos51, que le hacían en grandísima manera galán y vistoso; volábanle sobre la celada grande cantidad de plumas verdes, amarillas y blancas; la lanza, que tenía arrimada a un árbol, era grandísima y gruesa, y de un hierro acerado de más de un palmo.
Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y juzgó de lo visto y mirado que el ya dicho caballero debía de ser de grandes fuerzas; pero no por eso temió, como Sancho Panza, antes con gentil denuedo dijo al Caballero de los Espejos:
—Si la mucha gana de pelear, señor caballero, no os gasta la cortesía, por ella os pido que alcéis la visera un poco, porque yo vea si la gallardía de vuestro rostro responde a la de vuestra disposición52.
—O vencido o vencedor que salgáis desta empresa, señor caballero —respondió el de los Espejos—, os quedará tiempoXVIII y espacio demasiado para verme; y si ahora no satisfago a vuestro deseo, es por parecerme que hago notable agravio a la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar el tiempo que tardare en alzarme la visera, sin haceros confesar lo que ya sabéis que pretendo53.
—Pues en tanto que subimos a caballo —dijo don Quijote— bien podéis decirme si soy yo aquel don Quijote que dijistes haber vencido.
—A eso vos respondemos —dijo el de los Espejos— que parecéis, como se parece un huevo a otro, al mismo caballero que yo vencí; pero según vos decís que le persiguen encantadores, no osaréXIX afirmar si sois el contenido o no54.
—Eso me basta a mí —respondió don Quijote— para que crea vuestro engaño; empero, para sacaros dél de todo punto, vengan nuestros caballos, que en menos tiempo que el que tardáredesXX en alzaros la visera, si Dios, si mi señoraXXI y mi brazo me valen, veré yo vuestro rostro, y vos veréis que no soy yo el vencido don Quijote que pensáis.
Con esto, acortando razones, subieron a caballo, y don Quijote volvió las riendas a Rocinante para tomar lo que convenía del campo, para volver a encontrar a su contrario55, y lo mesmo hizo el de los Espejos. Pero no se había apartado don Quijote veinte pasos, cuando se oyó llamar del de los Espejos, y, partiendo los dos el camino, el de los Espejos le dijo:
—Advertid, señor caballero, que la condición de nuestra batalla es que el vencido, como otra vez he dicho, ha de quedar a discreción del vencedor.
—Ya la sé —respondió donXXII Quijote—, con tal que lo que se le impusiere y mandare al vencido han de ser cosas que no salgan de los límites de la caballería.
—Así se entiende —respondió el de los Espejos.
Ofreciéronsele en esto a la vista de don Quijote las estrañas narices del escudero, y no se admiró menos de verlas que Sancho: tanto, que le juzgóXXIII por algún monstro o por hombre nuevo y de aquellos que no se usan en el mundo56. Sancho, que vio partir a su amo para tomar carrera, no quiso quedar solo con el narigudo, temiendo que con solo un pasagonzalo con aquellas narices en las suyas sería acabada la pendencia suya57, quedando del golpe o del miedo tendido en el suelo, y fuese tras su amo, asido a una aciónXXIV de Rocinante58; y cuando le pareció que ya era tiempo que volviese59, le dijo:
—Suplico a vuesa merced, señor mío, que antes que vuelva a encontrarse me ayude a subir sobre aquel alcornoque, de donde podré ver más a mi sabor, mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro que vuesa merced ha de hacer con este caballero.
—Antes creo, Sancho —dijo don Quijote—, que te quieres encaramar y subir en andamio60 por ver sin peligro los toros.
—La verdad que diga —respondió Sancho—, las desaforadas narices de aquel escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo a estar junto a él.
—Ellas son tales —dijo don Quijote—, que a no ser yo quien soy también me asombraran; y, así, ven, ayudarte he a subir donde dices.
En lo que se detuvo don Quijote en que Sancho subiese en el alcornoque tomó el de los Espejos del campo lo que le pareció necesario, y, creyendo que lo mismo habría hecho don Quijote, sin esperar son de trompeta ni otra señal que los avisase61 volvió las riendas a su caballo, que no era más ligero ni de mejor parecer que Rocinante, y a todo su correr, que era un mediano trote, iba a encontrar a su enemigo; pero, viéndole ocupado en la subida de Sancho, detuvo las riendas y paróse en la mitad de la carrera, de lo que el caballo quedó agradecidísimo, a causa que ya no podía moverse62. Don Quijote, que le pareció que ya su enemigo venía volando, arrimó reciamente las espuelas a las trasijadas ijadas de Rocinante63 y le hizo aguijar de manera, que cuenta la historia que esta sola vez se conoció haber corrido algo, porque todas las demás siempre fueron trotes declarados, y con esta no vista furia llegó donde el de los Espejos estaba hincando a su caballo las espuelas hasta los botones64, sin que le pudiese mover un solo dedo del lugar donde había hecho estanco de su carrera65.
En esta buena sazón y coyuntura halló don Quijote a su contrario, embarazado con su caballo y ocupado con su lanza, que nunca o no acertó o no tuvo lugar de ponerla en ristre. Don Quijote, que no miraba en estos inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno encontró al de los Espejos66, con tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por las ancas del caballo67, dando tal caída, que sin mover pie ni mano dio señales de que estaba muerto.
Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque y a toda priesa vino donde su señor estaba, el cual, apeándose de Rocinante, fue sobre el de los Espejos y, quitándole las lazadas del yelmo para ver si era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo68, y vio...69 ¿Quién podrá decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla y espanto a los que lo oyeren? Vio, dice la historia, el rostro mesmo, la misma figura, el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la perspetivaXXV mesma del bachiller Sansón Carrasco70; y así como la vio, en altas voces dijo:
—¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has de creerXXVI! ¡Aguija, hijo, y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y losXXVIIencantadores71!
Llegó Sancho, y como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a hacerse mil cruces y a santiguarse otras tantas72. En todo esto no daba muestras de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a don Quijote:
—Soy de parecer, señor mío, que, por sí o por no, vuesa merced hinque y meta la espada por la boca a este que parece el bachiller Sansón Carrasco: quizá matará en él a alguno de sus enemigos los encantadores.
—No dices mal —dijo don Quijote—, porque de los enemigos, los menos73.
Y sacando la espada para poner en efecto el aviso y consejo de Sancho, llegó el escudero del de los Espejos, ya sin las narices que tan feo le habían hecho, y a grandes voces dijo:
—Mire vuesa merced lo que hace, señor don Quijote, que ese que tiene a los pies es el bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero.
Y viéndole Sancho sin aquella fealdad primera, le dijo:
—¿Y las narices?
A lo que él respondió:
—Aquí las tengo en la faldriquera74.
Y echando mano a la derecha, sacó unas narices de pasta y barniz, de máscara, de la manifatura que quedan delineadas75. Y mirándole más y más Sancho, con voz admirativa y grande dijo:
—¡Santa María, y valme! ¿Este no esXXVIII Tomé Cecial76, mi vecino y mi compadre?
—¡Y cómo si lo soy! —respondió el ya desnarigado escudero—. Tomé Cecial soy, compadre y amigo Sancho Panza, y luego os diré los arcaduces77, embustes y enredos por donde soy aquí venido, y en tanto pedid y suplicad al señor vuestro amo que no toque, maltrate, hiera ni mate al Caballero de los Espejos78, que a sus pies tiene, porque sin duda alguna es el atrevido y mal aconsejado del bachillerXXIX Sansón Carrasco, nuestro compatrioto.
En esto, volvió en sí el de los Espejos, lo cual visto por don Quijote, le puso la punta desnuda de su espada encima del rostro y le dijo:
—Muerto sois, caballero, si no confesáis que la sin par Dulcinea del Toboso se aventaja en belleza a vuestra Casildea de Vandalia; y demás de esto habéis de prometer, si de esta contienda y caída quedáradesXXX con vida, de ir a la ciudad del Toboso y presentaros en su presencia de mi parte79, para que haga de vos lo que más en voluntad le viniere; y si os dejare en la vuestra, asimismo habéis de volver a buscarme, que el rastro de mis hazañas os servirá de guía que os traiga donde yo estuviere, y a decirme lo que con ella hubiéredes pasado; condiciones que, conforme a las que pusimos antes de nuestra batalla, no salen de los términos de la andante caballería.
—Confieso —dijo el caído caballero— que vale más el zapato descosido y sucio de la señora Dulcinea del Toboso que las barbas mal peinadas, aunque limpias, de Casildea, y prometo de ir y volver de su presencia a la vuestra y daros entera y particular cuenta de lo que me pedís80.
—También habéis de confesar y creer —añadió don Quijote— que aquel caballero que vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino otro que se le parecía, como yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, si no otro que le parece y que en su figura aquí meXXXI le han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el ímpetu de mi cólera y para que use blandamente de la gloria del vencimiento81.
—Todo lo confieso, juzgo y siento como vos lo creéis, juzgáis y sentís —respondió el derrengado caballero—82. Dejadme levantar, os ruego, si es que lo permite el golpe de mi caída, que asaz maltrecho me tiene.

Ayudóle a levantar don Quijote, y Tomé Cecial su escudero, del cual no apartaba los ojos Sancho, preguntándole cosas cuyas respuestas le daban manifiestas señales de que verdaderamente era el Tomé Cecial que decía; mas la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo dijo de que los encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco no le dejaba dar crédito a la verdad que con los ojos estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaño amo y mozo, y el de los Espejos y su escudero, mohínos y malandantes, se apartaron de don Quijote y Sancho con intención de buscar algún lugar donde bizmarle y entablarle las costillas83. Don Quijote y Sancho volvieron a proseguir su camino de Zaragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quién era el Caballero de los Espejos y su narigante escudero84.

https://youtu.be/ywR5ekoSj3E

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